LAS SOCIEDADES SECRETAS ANTE LA
LEGISLACIÓN ESPAÑOLA DEL SIGLO XIX
Cabe apreciar cuatro
distintos períodos durante el siglo XIX en la historia de la normativa
relativa a la masonería:
El primero, arrancando de
mediados de la centuria anterior, se caracteriza por la presencia e
interferencias de la jurisdicción del Santo Oficio como institución de
naturaleza mixta que debe velar por una ortodoxia religiosa la cual es
también objeto de tutela por parte del Estado.
El segundo puede situarse
entre 1834 y 1868, habida cuenta de que en aquel año es suprimida
definitivamente la Inquisición y se promulga un importante decreto de
amnistía, destacándose ahora la preferente atención de salvaguardar la
seguridad pública y la suprema de la Monarquía frente a la acción
externa o internacional de las sociedades secretas.
El tercer período se inicia tras la
Revolución del 68, con el primer reconocimiento del derecho de
asociación en el decreto de 20 de noviembre de ese año, comprendiendo
como hitos normativos principales, hasta 1887, la Constitución de 1869
y el Código Penal de 1870.
El cuarto y último tiene como punto de
partida la Ley de Asociaciones de 30 de junio de 1887, a cuyo amparo
tratarán de ser legalizadas algunas sociedades masónicas.
I.- primera etapa (1751-1834)
Como la masonería no existió
en la España del XVIII de manera orgánica, sino sólo de forma
episódica y sin adecuada organización y continuidad, hay que
remontarse al segundo tercio de ese siglo para hallar las primeras
disposiciones que taxativamente la prohiben. En el ámbito
estrictamente inquisitorial, y como consecuencia de lo ordenado por el
Sumo Pontífice, el punto de referencia lo constituye el edicto de 11
de octubre de 1738. En el marco de la propia actividad estatal, se
registra un decreto de 2 de julio de 1751, dado por Fernando VI en
Aranjuez, que habría de ser recogido en el Suplemento de la Novísima
Recopilación. Dice así:
“Hallándome informado de que
la invención de los que se llaman Franc-masones es sospechosa a la
Religión y al Estado, y que como tal está prohibida por la Santa Sede
debaxo de excomunión, y también por las leyes de estos reynos que
impiden las congregaciones de muchedumbre, no constando sus fines e
institutos a su Soberano; he resuelto atajar tan graves inconvenientes
con toda mi autoridad; y en su consequencia prohibo en todos mis
reynos las congregaciones de los Franc-masones debaxo de la pena de mi
Real indignación, y de las demás que tuviese por conveniente imponer a
los que incurrieren en esta culpa. Y mando al Consejo, que haga
publicar esta prohibición por edicto en estos mis reynos, encargando
en su observancia al zelo de los Intendentes, Corregidores y
Justicias, aseguren a los contraventores; dándoseme cuenta de los que
fueren por medio del mismo Consejo, para que sufran las penas que
merezca el escar- miento; en inteligencia de que he prevenido a los
Capitanes Generales, a los Gobernadores de plazas, Gefes militares e
Intendentes de mis exércitos y armada-naval, hagan notoria y celen la
citada prohibición, imponiendo a cualquiera Oficial o individuo de su
jurisdicción, mez- clado o que se mezclare en esta congregación, la
pena de privarle y arrojarle de su empleo con ignominia”.
El doble fundamento que se
esgrime para prohibir las sociedades de francmasones es, de una parte,
que resultan sospechosas para la ortodoxia religiosa. Pero además
tales sociedades son peligrosas para la seguridad del Estado, por lo
que se remite a las leyes que prohibían las denominadas
“congregaciones de muchedumbre”.
La orientación ideológica de las
Cortes de Cádiz fue sencillamente antimasónica, como fue contraria a
cuanto se considerara atentatorio contra una religión católica que la
propia Constitución califica de única verdadera. La Constitución de
Cádiz, y ello es significativo, organiza un Estado netamente
confesional: «La religión de la nación española es y será
perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La
nación la protege por leyes sabias y justas, y prohíbe el ejercicio de
cualquier otra» (artículo 12). Ello suponía una condena indirecta e
implícita de la masonería, al haber sido prohibida por la Iglesia
católica que quedaba encarnada en el régimen constitucional.
El golpe de Estado del
general Eguía y el consiguiente decreto de 4 de mayo de 1814 dejaron
sin efecto la Constitución y las Cortes. Tres semanas después, el 24
de mayo, un real decreto de Fernando VI1 reitera la prohibición de las
sociedades contrarias a la Iglesia y al Estado.
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Fusilamiento del general José
María Torrijos (1791-1831) en la playa de San Andrés (Málaga), uno
de los últimos ajusticiados liberales durante la restauración
absolutista de Fernando VII. José de Espronceda escribió este
soneto, en honor a Torrijos:
A la muerte de Torrijos y sus
compañeros
Helos allí: junto a la mar
bravía
cadáveres están ¡ay! los que
fueron
honra del libre, y con su
muerte dieron
almas al cielo, a España
nombradía.
Ansia de patria y libertad
henchía
sus nobles pechos que jamás
temieron,
y las costas de Málaga los
vieron
cual sol de gloria en
desdichado día.
Españoles, llorad; mas
vuestro llanto
lágrimas de dolor y sangre
sean,
sangre que ahogue a siervos y
opresores,
y los viles tiranos con
espanto
siempre delante amenazando
vean
alzarse sus espectros
vengadores. |
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La eficiencia de las Cortes
del Trienio fue especialmente significativa en el campo penal, e hizo
posible la realización del primero de los códigos españoles, el Código
Penal de 1822, que se ocupa en dos capítulos del título III (el IV y
el VII) de las asociaciones ilícitas, facciones, parcialidades
confederaciones y reuniones, y de modo singular los artículos 316, 317
y 319, referidas a las reuniones secretas: 316. “Los que so color de
culto religioso formaren hermandades, cofradías u otras corporaciones
semejantes sin conocimiento y licencia del Gobierno, serán obligados a
disolverlas inmediatamente, y castigados con una multa de uno a
treinta duros, o con un arresto de dos días a dos meses”. Dándose por
supuesta, a tenor del texto constitucional, la religión católica como
única del Éstado, bien pudiera entenderse referido a asociaciones,
como es el caso de las masónicas, que sin impugnar esa religión se
propusieran fines de carácter benéfico, filantrópico, etc.
aparentemente identificables con ella.
La reimplantación absolutista
de 1823 trajo consigo, en el ámbito del derecho penal, la entrada en
vigor de la legislación del Antiguo Régimen, y en concreto de la
séptima Partida, del libro XII de la Novisima Recopilación y de las
leyes dictadas por Fernando VII. El 6 de diciembre de 1823, Fernando
VII promulgaba un real decreto haciendo referencia a los perniciosos
efectos de la revolución en España y en América, cuya independencia
por cierto se había consumado ya en numerosos territorios, contando
como agente principal con las sociedades secretas por lo prohibió
todas las congregaciones de francmasones y cualesquiera sociedades
secretas. Otra real cédula fechada el 1 de agosto, prohibía de nuevo y
absolutamente en los dominios de España e Indias “todas las
congregaciones de francmasones, comuneros y otras sociedades secretas,
cualquiera que sea su denominación y objeto”. Y el 9 de octubre,
disponía que “Los masones, comuneros y otros sectarios, atendiendo a
que deben considerarse como enemigos del Altar y los Tronos, quedan
sujetos a la pena de muerte y confiscación de todos sus bienes para la
Real Cámara de S.M., como reos de lesa Magestad divina y humana,
exceptuándose los indultados en la real orden de 1 de agosto de este
año”. La actitud obsesivamente antimasónica del Estado absolutista
había estado determinada antes por la presunta heterodoxia de la
masonería, causa de su persecución por el Santo Oficio que en 1834
desaparece. Esa actitud, también, se vio determinada por la supuesta
alianza de la masonería con el liberalismo del Trienio, aplastados
ambos por el golpe de 1823 y el peso del absolutismo fernandino en los
diez años siguientes.
II.- Segunda etapa (1834-1868)
El 26 de abril de 1834, a los
siete meses de la muerte de Fernando VII, la reina gobernadora dicta
en Aranjuez un real decreto concediendo la amnistía a todos los que
hayan pertenecido a sociedades secretas e imponiendo penas a quienes
en lo sucesivo se alisten a ellas. El decreto de 26 de abril responde
a unos nuevos planteamientos ideológicos. Hay en él, en primer lugar,
una acusada secularización: no se habla de la Iglesia ni de la alianza
de Trono y Altar, ni tampoco de la religión católica amenazada; la
cuestión de la masonería se plantea ya, cara al futuro, como un
problema de orden y seguridad del Estado.
En la Constitución
progresista de 1837 desaparece la consideración de la religión
católica como única verdadera y el precepto que prohibía el ejercicio
de otros cultos. De modo implícito quedan derogadas todas las leyes
que puedan suponer una intolerancia religiosa.
La Constitución moderada de
1845 conserva la referencia a la obligación del Estado de mantener el
culto y clero, pero le antepone una declaración categórica de
confesionalidad: “la religión de la nación española es la católica,
apostólica, romana”. Semejante transformación tenía lugar cuando se
estaba negociando el Concordato, que al ser firmado en 1851 recogerá
en su artículo 1º otra declaración todavía más taxativa: “La religión
católica, apostólica, romana, que con exclusión de cualquier otro
culto continúa siendo la única de la nación española, se conservará
siempre en los dominios de S.M.C. con todos los derechos y
prerrogativas de que debe gozar según la ley de Dios y lo dispuesto
por los sagrados cánones”. El país pasó la mitad de la centuria con un
confesionalismo rígido y sin fisuras, que dejaba fuera de la ley
cualquier culto o actividad contrapuestos a la ortodoxia católica.
También por entonces, el nuevo Código Penal de 1848 había reiterado la
prohibición de las sociedades secretas. Pero además, en él se
encuentra un tratamiento metódico y sistematizado de las sociedades
secretas y de las demás asociaciones ilícitas. El artículo 202 define
a las sociedades secretas como “aquellas cuyos individuos se imponen
con juramento o sin él la obligación de ocultar a la autoridad pública
el objeto de sus reuniones o de su organización interior, o que en la
correspondencia con sus individuos o con otras asociaciones se valen
de cifras, jeroglíficos u otros signos misteriosos”. Las penas
previstas son la de prisión mayor para los que desempeñaren mando o
presidencia, o hubieren recibido grados superiores, o prestado las
casas que poseen, administran o habitan, y la de destierro para los
demás afiliados (art. 203). De las penas previstas en el artículo 203
resultarán exentos quienes “se espontanearen ante la autoridad,
declarando a ésta lo que supieren del objeto y planes de la
asociación” (art. 204). Dicho Código fue reformado en 1850 en un tono
de más dureza.
III.- Tercera etapa (1868-1887).
La Revolución de septiembre
de 1868 trajo consigo, con el destronamiento de Isabel II, un nuevo
planteamiento político cuyos postulados fundamentales fueron el
sufragio universal y la implantación de un liberalismo radical,
traducido al ámbito de los derechos individuales y, en concreto, al de
asociación y libre ejercicio de cultos. Un decreto-ley de 1 de
noviembre de 1868 sancionó el derecho de reunión pacífica para fines
no reprobados por las leyes (art. l), derogando todas las
disposiciones administrativas y legales contrarias a él. Pocos días
después, otro decreto-ley de 20 de noviembre reconocía en amplios
términos el derecho de asociación. De este decreto, verdadero pórtico
a la sanción constitucional de 1869, interesan, junto a la usual
disposición derogatoria, los siguientes tres artículos: Art. 1º “Queda
sancionado el derecho que a todos los ciudadanos asiste para
constituir libremente asociaciones públicas”. Art. 2º “Los asociados
pondrán en conocimiento de la autoridad local el objeto de la
asociación, y que los reglamentos o acuerdos por los que hayan de
regirse”.
La Constitución de 1869
concedió un amplio tratamiento a los derechos individuales. En el
artículo 17, refiriéndose a aquellos de los que no podrá ser privado
ningún español, se recogía el derecho de reunirse pacíficamente, así
como el “derecho de asociarse para todos los fines de la vida humana
que no sean contrarios a la moral pública”. También se advierte que
«toda asociación cuyo objeto o cuyos medios comprometan la seguridad
del Estado podrá ser disuelta por una ley». Se configura, en suma, un
principio de libertad de asociación con dos restricciones: no atentar
a la moral pública ni a la seguridad del Estado. Por lo demás se
garantiza la libertad de cultos, aunque el Estado asuma el
mantenimiento del de la religión católica (art. 21).
Los principios
constitucionales expuestos encontraron su refrendo normativo penal en
el Código de 1870, que fue en realidad una profunda reforma del de
1848, motivada por los insatisfactorios resultados de la corrección de
1850 y por esa necesidad de adecuar el texto al programa político de
la Constitución de 1869. El nuevo Código unifica el tratamiento de las
asociaciones ilícitas, desapareciendo la distinción, observada en el
de 1848, entre las sociedades secretas y las demás asociaciones
ilícitas, pero al propio tiempo se aparta del criterio tradicional de
entender toda asociación ilícita como un delito contra el orden
público, desdoblando el titulo II del Código Penal anterior en dos
títulos nuevos, el relativo a los delitos contra la Constitución y
otro sobre delitos contra el orden público. En suma, lo único decisivo
es la licitud o ilicitud del objeto social y no la forma o
características externas de la persona jurídica. El delito de
asociación ilícita consiste en tomar parte en una organización de
fines criminales. Con las nuevas perspectivas políticas y jurídicas,
se produjo un crecimiento súbito de las sociedades masónicas, que
aparecen y se multiplican.
El endurecimiento represivo
de 1875 se inscribe ya en la etapa de la Restauración canovista, que
deja atrás una Constitución de 1869, frecuentemente incumplida, y un
Proyecto de Constitución Federal de la República Española (17-VII-1873)
que reconocía en su artículo 4 el derecho de reunión y de asociación
pacíficas, y en el 19 e1 «derecho de reunirse y asociarse
pacíficamente para todos los fines de la vida humana que no sean
contrarios a la moral pública». El régimen de convivencia preconizado
por Cánovas se plasmó en la Constitución de 1876, que hubo de superar
tanto el extremismo de las izquierdas como la intolerancia de los
moderados, exacerbada ahora con la cuestión religiosa. Esta fue
resuelta en el texto constitucional (art. 11) con una declaración de
confesionalidad del Estado y el respeto a cualquier culto y opiniones
religiosas, no permitiéndose sin embargo otras ceremonias ni
manifestaciones públicas que las católicas. En lo relativo a los
derechos de reunión y asociación, el artículo 13 reconoció el derecho
de reunirse pacíficamente, así como el de asociarse para los fines de
la vida humana, fórmula tan abstrusa como superflua. Ambos derechos,
según previene el artículo 17, no podrán suspenderse «sino
temporalmente y por medio de una ley, cuando así lo exija la seguridad
del Estado, en circunstancias extraordinarias».
Es claro que se había
producido una distonía entre el texto constitucional y un Código
Penal, como el de 1870, promulgado en otro contexto ideológico y
político, pues aparentemente el espíritu de la Constitución de 1876
era menos favorable a las sociedades secretas que el del Código Penal
entonces vigente. Los intentos de codificación penal quedaron en
proyectos, y aquel Código de 1870, que había sido promulgado con
carácter provisional, habría de estar vigente más de medio siglo.
IV.- Cuarta etapa (1887-1900)
El texto constitucional de 1876
remitía, en lo relativo al derecho de asociación, a una ley especial
que determinara su alcance. El vacío consiguiente al escueto principio
constitucional sobre el derecho de asociación, fue remediado el 30 de
junio de 1887 con la Ley reglamentando el derecho de asociación. El
artículo 1º de la Ley de Asociaciones, dice así: «El derecho de
asociación que reconoce el artículo 13 de la Constitución podrá
ejercerse libremente, conforme a lo que preceptúa esta ley. En su
consecuencia, quedan sometidas a las disposiciones de la misma las
Asociaciones para fines religiosos, políticos, científicos,
artísticos, benéficos y de recreo o cualesquiera otros lícitos que no
tengan por único y exclusivo objeta el lucro o la ganancia. Se regirán
también por esta ley los gremios, las sociedades de socorros mutuos,
de previsión, de patronato y las cooperativas de producción de crédito
o de consumo”.
La promulgación de la Ley de
Asociaciones dio pie a que las sociedades masónicas trataran de
ampararse en ella. El Grande Oriente Nacional de España tardó sólo dos
semanas en solicitar su inscripción en Madrid, como sociedad
humanitaria, científica y benéfica, sin hacer referencia en sus
estatutos al carácter de sociedad masónica, originándose a partir de
entonces algunas fricciones entre las diversas obediencias en el mismo
panorama de insolidaridad y dispersión. En realidad, y como
conclusión, hay que decir que las sociedades masónicas, sin lograr esa
legalización expresa y formal a que parecían aspirar, no plantearon
excesivos problemas en el último tercio de la centuria. Basta repasar
los setenta y dos volúmenes de la Colección Legislativa de España de
Jurisprudencia Criminal, comprendidos entre 1870 y 1900, para
constatar la práctica ausencia de causas penales sobre sociedades
masónicas. Los conflictos en lo criminal derivados de la Ley de
Asociaciones aparecen, en cambio, una vez y otra en razón del
asociacionismo obrero, de ordinario fuertemente politizado.
Extractado de: José
Antonio Escudero, “Las Sociedades Secretas ante la Legislación
Española del siglo XIX” (Universidad Complutense), en J. A. Ferrer
Benimeli (coord.), Masonería, Política y Sociedad. Actas del III
Symposium de Metodología aplicada a la Historia de la Masonería
Española, Zaragoza, 1989, Vol. II, pp. 511-544.
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